Depresión Posparto 3
Logré llegar sola hasta la consulta del Dr. Sandonís. Estaba tan nerviosa que llegué una hora antes de la cita, todo el fin de semana ansiosa esperando la llegada de ese día, tras de meses de oscuridad esa cita era mi última esperanza.
Ya había empezado el tratamiento con el Dr. Bruguera pero no sentía mucha diferencia, debía tomar un ansiolítico al asomo de taquicardia y yo los iba controlando, iba medio zombie, aún así la ansiedad ese día me carcomía.
Cuando por fin vino a buscarme a la sala de espera, un chico joven de jeans, camiseta blanca, sonrisa dulce y ojos brillantes. No entendía porque me mandaban donde un hombre especialista en depresión posparto, porqué no una mujer? Porqué un chico tan joven?
Entramos a su despacho y me pidió que le contara qué me pasaba. Rompí a llorar, no podía dejar los dedos quietos, índice contra dedo gordo enroscándose en forma de caracol en movimientos cíclicos en ambas manos. Mi cuerpo se mecía mientras lloraba, con movimientos parecidos a los que había visto en algunos autistas, no tenía control de mi cuerpo.
Él, sereno pero atento a todos mis movimientos dijo, Catalina, yo no soy un policía, no te voy a juzgar por nada de lo que me cuentes aquí. Necesito que me cuentes todo lo que pasa por tu cabeza. Le dije que la maternidad era un engaño y yo había caído en esa trampa, quería salir corriendo. Mi vida era 100% terror 100% agotamiento. No tenía espacio para nada más.
Como mamá no podía permitirme estar enferma, ni pensar en descansar, quién va a cuidar de los niños? La mente traicionera me hacía pensar que había fracasado como madre, como persona, como mujer, cualquier cosa antes de aceptar una enfermedad.
En esos últimos meses, desesperada por encontrar qué se había roto en mí, había visitado endocrinos, acupunturistas, bioenergéticos, un giecólogo que me mandó hormonas para no menstruar en 3 meses, creyendo que esto tal vez me ayudaría, pero a palos de ciego esas hormonas me habían incrementado el miedo al punto de un terror tan terrible que nunca imaginé posible.
También había visitado un coach muy recomendado por unos amigos, que al parecer les había cambiado la vida, alguien con mucha experiencia porque “había sufrido mucho en la vida” y sabía cómo transformar vidas en poco tiempo. Me preguntó por qué tuviste hijos? yo no supe qué responder, y me asusté mucho por no encontrar la respuesta, mi mente era una nube negra y borrosa, me costaba seguir el hilo de la conversación, me había costado sacar fuerza para salir de casa e ir a su consulta, y me dijo, Catalina, no puedes seguir por la vida tomando decisiones tan importantes sin tener consciencia de lo que estás haciendo. Yo te recomiendo que tomes mi curso de 1.850 euros y si no quedas satisfecha te devuelvo el dinero. Salí rápido de ahí, con ganas de vomitar, con el corazón a mil y decidida a tirarme por el balcón de mi apartamento.
Pensé en mi papá, que estaba enfermo en Colombia, sabía que le quedaba poco tiempo y si yo me mataba antes de que él muriera estaría cometiendo la peor traición. Un papá no debería tener que enterrar un hijo. Yo tenía que estar bien para poderlo acompañar cuando le llegara su momento.
El Dr Sandonís escuchaba atento, dijo que a pesar de ser psiquiatra, no era muy amigo de medicar salvo en caso de real necesidad, pero “cuando hay que medicar, hay que medicar” dijo. Todas las demás terapias ayudan, pero en su debido momento y yo no estaba en una posición para ser cuestionada por ningún tipo de terapia o de coach. Debía tener paciencia con mi cuerpo y con mi mente mientras reaccionaba a los medicamentos. Paciencia conmigo y entender que hay preguntas que no tienen respuesta.
Él seguía tomando notas, me miraba a los ojos y las manos todo el tiempo. Hablamos más de una hora. Parecía entender exactamente todo lo que le contaba, no se escandalizaba con nada. Poco a poco le fui cogiendo confianza. Dijo que había visto muchas mujeres como yo en lo que iba del año, más de 300 me dijo, que esto no me pasaba sólo a mí. Que no había nada roto en mí.
No en vano existe una rama de la psiquiatría que se dedica justamente a eso: la depresión posparto y me aseguraba que yo iba a lograr salir de ahí, así como tantas de sus pacientes. Me hacía dibujos para intentar explicarme lo que pasaba en mi cabeza, yo no entendía nada pero agradecía su esfuerzo por explicar, su dulzura y su delicadeza. Por primera vez me sentí comprendida.
Dejaría las hormonas recetadas por el ginecólogo ese mismo día. Agregaríamos más medicamentos al tratamiento y aumentaríamos las dosis para ir encontrando el punto. Nos veríamos cada día de por medio si hacía falta me dijo. Me embarcaría en un tratamiento intenso y en ese momento me me asusté, mi cuerpo es muy sensible a los antidepresivos, siempre que intentaba empezar con antidepresivos mis pensamientos de suicidio aumentaban con más violencia.
Dijo que cuando saliera de esto saldría aún más reforzada. No le creí. La depresión es muy traicionera y te hace creer que nunca vas a mejorar, que para tí ya no hay salida. Pero no tenía más opción que confiar en él y hacer todo lo que me indicara al pie de la letra.
Ese día no volví donde el farmaceuta que me entregó los medicamentos como pechuga de pollo envuelta en bolsa, me fuí a la farmacia del frente donde también solía ir, atendida por un par de mujeres, una joven correcta y una mayor bastante secona casi gruñona.
Es extraña la relación con los farmaceutas del barrio. No sabemos sus nombres pero ellos saben lo más íntimo de nuestras vidas. Ese par de mujeres me habían vendido las hormonas para inyectarme en los varios tratamientos de fertilidad, las vitaminas para el embarazo, antinflamatorios para los dolores, antibióticos para la infección del esposo, nació el hijo, se le infectó el ojo, tiene un sarpullido en la piel, tiene gastroenteritis, hongos en la boca, compresas postparto, bragas postparto, almohadillas para la lactancia, cremas para los pezones agrietados, antibióticos para la mastitis, para la perla de leche, crema para las hemorroides, pastillas y todo lo que tengan que me ayude a dormir, y así a partir de nuestras dolencias van dibujando nuestros retratos.
Entrar con semejante lista de antidepresivos no me era fácil, porque la depresión viene con una mochila de culpa y otra de vergüenza que toca cargar en la espalda a todas partes donde uno va.
De entrada y en voz bajita le dije a la chica joven que venía del psiquiatra y necesitaba todos esos medicamentos pues me había encontrado una depresión posparto, a alguien que conocía tanto mi intimidad no podía soltarle esa lista sin disculpa ni explicación. No dijo nada pero se le aguaron los ojos y fue en silencio a buscar los medicamentos, al momento salió la mujer mayor del cuartito donde llevan la contabilidad. Pensé que venía a regañarme, y bajé la cabeza. Cuando llegó hasta mí, me abrazó con un cariño que solo puede abrazar quien ha estado en la oscuridad, y me dijo, fuerza hija, y mucho valor, que lo importante es que has pedido ayuda a tiempo, cuánto me alegro que hayas podido hablarlo, porque de eso no se habla y es muy doloroso pasarlo en silencio.
En ese momento no pude responder nada. Apreté fuerte mi bolsita con medicamentos. Pagué, me di media vuelta y reventé a llorar otra vez camino a casa. Esta vez, el llanto creo que era de amor que me invadía, y me conmovía, agradecida con las dos farmacéutas que distantes pero cercanas me hicieron sentir que por fin estaba haciendo algo bien, y que al parecer no estaba tan sola.